EL FRACASO DE LA DERECHA
Introducción
Durante los últimos años, las limitaciones de la izquierda socialdemócrata en el ejercicio del poder contribuyeron en diversos países a fortalecer el espectro político de la derecha. Las ideas económicas de la derecha actual son las mismas que aplicaron Reagan y Thatcher en los 80, otros políticos en las siguientes décadas, y las mismas que perjudicaron a la mayoría de las personas y contaminaron el planeta en los últimos cuarenta años. Al igual que en la década del 80 del siglo pasado, sus diagnósticos y pronósticos no suelen estar respaldados por la evidencia científica. Este libro se propone examinar sus tesis fundamentales.
Me anima el ideal socrático de ser un tábano que picotea la cabeza de sus contemporáneos. La misión del filósofo sigue siendo a mi modo de ver la de ingresar a una caverna en la que solo se ven sombras e invitar a remover presupuestos sobre aquello que es juzgado como real. La metáfora platónica viene a cuento porque este libro comenzó a gestarse cuando en 2020 abrí un canal de YouTube al que de alguna manera trasladé las clases de filosofía que daba presencialmente antes de la pandemia. Cada uno de mis videos sobre política generaba de manera significativa una ola de cuestionamientos por parte de personas muy jóvenes que se consideraban a sí mismas “libertarias”, “liberales” o ambas cosas a la vez. ¿Por qué seguían mi canal y mi cuenta de Twitter si pensaban tan distinto? Básicamente porque conocieron mi trabajo por mis críticas al feminismo hegemónico en los medios de difusión, reunidas en mi anterior libro para editorial Galerna, El patriarcado no existe más (2020). La “tribu” que cuestionaba al feminismo hegemónico por basarse en marcos teóricos especulativos y datos poco rigurosos en muchos casos era la misma que se autodefinía como “libertaria”. Pero el apego al respaldo empírico para criticar al feminismo hegemónico no aparecía a la hora de chequear los datos que maneja el liberalismo económico y el libertarianismo de derecha, lo que llevaba a dudar de su disposición escéptica y de su interés por la evidencia empírica, y a sospechar que simplemente divulgaban datos que favorecían a su tribu. En la inmensa mayoría de los casos no contaban con una formación mínima en la esfera de la política, y la suplían con videos de YouTube, más veces que menos realizados por jóvenes libertarios de derecha que tampoco suelen contar con una formación básica en teoría política.
Por otra parte, en 2020 la inmensa mayoría de los canales de política de YouTube hablados en español eran de derecha. Todavía sigue siendo así, aunque ahora han surgido más canales de izquierda, no necesariamente progresista. Como dijo en una ocasión uno de los youtubers de derecha con más seguidores: “Internet es nuestra”. Así que YouTube y este libro se convirtieron en mi caverna. Al igual que ocurrió prácticamente con mis siete libros anteriores, el interés por escribir surgió al sentirme compelida a abordar un tema que encuentro que resulta urgente divulgar en un contexto social determinado. En este caso, imagino como parte de los interlocutores a algunos de esos jóvenes, los menos dogmáticos y más abiertos a examinar las evidencias que respaldan sus ideas. Su interés por la política supera con creces el de las generaciones inmediatamente anteriores, y tienen aportes para hacer que la izquierda haría bien en escuchar, si bien no parece muy dispuesta a hacerlo. Tal como señaló el historiador Pablo Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? (2021), los libertarios de derecha de la actualidad tienen en común con los revolucionarios de izquierda de los setenta el hecho de que ambos son antisistema. Buscan cambios radicales y los políticos no los representan. De estos aportes que provienen de algunos grupos de derecha nos ocuparemos en el primer capítulo. Si bien el libro fue inspirado en un comienzo por estos jóvenes, no tiene a ese grupo como único destinatario. Me imagino a un lector interesado por los argumentos y la evidencia empírica, dos pilares de la filosofía científicamente informada, el encuadre que mejor representa mi línea de investigación y que se ve reflejado en mis siete libros anteriores.
Las sombras de la caverna platónica en este caso son mitos sobre el liberalismo económico: que los países más prósperos son aquellos que califican más alto en el índice de “libertad económica”, que la desigualdad no trae consecuencias preocupantes y que lo único que importa es bajar la pobreza, que reduciendo los impuestos a los más ricos se beneficia el conjunto de la sociedad, que solo hay individuos y no existen categorías tales como la de “clase social”, que es fundamental proteger la propiedad privada (olvidando que solo protegen la de los grandes medios de producción y no la de las personas comunes y corrientes), que es imposible una planificación democrática de la economía, o de la sociedad en general, que existe una confabulación llamada “marxismo cultural” destinada a corroer la idiosincrasia estadounidense y el modo de vida occidental, que la pobreza bajó de manera decisiva en el mundo, y que lo hizo gracias al capitalismo, que el Estado no genera riqueza (si así fuera, ¿de dónde nace el aprovechamiento de los recursos naturales, el know-how de la industria farmacéutica o internet?), que las ideologías liberales limitan el poder (pero olvidan el poder económico, que es el que más afecta la vida de las personas), que la corrupción y la ineficiencia son patrimonio exclusivo del Estado y no de la empresa privada, como cuando justifican los cortes de luz en la limitación de las tarifas, suponiendo que si fueran más altas necesariamente las empresas privilegiarían la eficiencia sobre el lucro.
Otro mito de la derecha es que la izquierda no puede explicar por qué hay gerentes que ganan una fortuna en calidad de empleados de una compañía, como si obrero y asalariado fueran sinónimos. Cuando el capitalismo alcanza cierto nivel de desarrollo, el capitalista debe atender a muchas empresas y ya no puede estar en una sola de ellas. Está al frente de estrategias generales de grupos enteros. El elevado salario que recibe el gerente, que a menudo también cobra con acciones de la empresa, se paga a cambio de su fidelidad, para que se comporte como un jefe. Profundizaremos en este tema en el capítulo sobre las clases sociales.
Un mito frecuente de la derecha es que los empresarios son poco menos que benefactores sociales. ¿Tienen las empresas necesariamente que satisfacer a los consumidores y sus preferencias subjetivas para permanecer en el mercado? La escuela austríaca de economía postula que si son perjudiciales serán desplazadas y fracasarán. No se trata solo de que satisfagan necesidades, ya que todo sistema productivo se propone hacerlo. La cuestión es si el balance de puntos es a favor, y no en contra. Pero las malas prácticas empresariales no necesariamente conllevan pérdida de reputación para la empresa. Hacia 1870 Ford lanzó su modelo “Pinto”, consagrado como el coche más peligroso de la historia. Ford estaba advertido de esta ineficiencia. Documentos posteriores develaron que le salía más barato indemnizar judicialmente a la familia de cada víctima que mejorar las condiciones de seguridad del automóvil. Es de destacar también el caso de Nestlé y su deliberado uso del óxido de etileno, que es cancerígeno. O el escándalo de la empresa Dupont, que envenenó a miles de personas con un químico del que conocían su letalidad desde 1980, aunque no dejaron de usarlo hasta 2006. En el capítulo en el que nos preguntamos si el capitalismo tiende a autodestruirse se profundiza en la cuestión de la supremacía del lucro capitalista por sobre otras variables.
El mito del capitalismo como principal artífice en la creación de tecnología es uno de los más divulgados por la derecha en las redes sociales, como cuando se reprocha a una persona de izquierda la contradicción que implicaría utilizar un teléfono celular y cuestionar el modo de producción capitalista. ¿Pero es el capitalismo el artífice de esos avances? Si nos atenemos a la definición consensuada que entiende que lo esencial del capitalismo es que se trata de un sistema económico y social basado en la propiedad privada de los medios de producción, no parece haber nada privativo de este sistema económico en el progreso de cuestiones como la longevidad, la educación o el descubrimiento de nuevas tecnologías, muchas de las cuales surgieron en contextos bélicos, o en otros sistemas económicos, como es el caso del teléfono celular. La Unión Soviética diseñó un dispositivo parecido diez años antes de que Motorola vendiera su móvil (Blancas, 2020). Fue inventado en 1917 por el finlandés Eric Tigerstedt, pero como no había una tecnología apropiada para desarrollar su idea, fue descartada y retomada medio siglo más tarde. La telefonía celular surgió como parte de la Guerra Fría cuando la Unión Soviética desarrolló el primer dispositivo móvil alrededor de 1950. Tampoco el modelo de libre mercado es una condición necesaria para el desarrollo científico y tecnológico, porque muchos avances en ambos rubros provienen de instituciones con financiamiento estatal.
La derecha logró instalar la idea de que las clases sociales más bajas son las más favorecidas por el Estado mediante ayudas sociales. Se ignora de este modo que invocando el interés general el Estado suele favorecer más a las clases dominantes que a las clases bajas, permitiendo que se herede sin límite, que no se grave la renta financiera, y que tributen proporcionalmente menos que quienes solo cuentan con su fuerza de trabajo y no son los dueños de los medios de producción. El Estado es a la derecha lo que el patriarcado es al feminismo: se lo culpa de todo, librando de toda responsabilidad al sector privado. El capítulo sobre el derecho sucesorio profundiza en algunos de estos temas.
Otro lugar común de la derecha es el de sostener que gracias al capitalismo las personas viven mejor en todos los países en los que rige este modo de producción. Pero el corazón del capitalismo es la propiedad privada de los grandes medios de producción, y no parece evidente que esta sea la causa de la prosperidad de la que gozan ciertos segmentos de la sociedad, más bien es el resultado de un conjunto de causas entre las cuales las luchas de los trabajadores por la obtención de sus derechos es un factor decisivo. Es gracias a la izquierda y no a la derecha que existe el descanso dominical, que la jornada laboral se limita a ocho horas, que está prohibido que trabajen los menores de diez años y que despidan a las mujeres que acaban de embarazarse, que hay vacaciones pagas, aguinaldo y ley por accidentes de trabajo, entre otros beneficios sociales.
Por ejemplo, el socialista Alfredo Palacios estuvo detrás de las leyes de descanso dominical (1905), la prohibición del trabajo de menores de diez años (1907, por entonces se los contrataba a granel porque se les pagaba menos, muchos desarrollaban tareas peligrosas con máquinas pesadas), la ley de accidentes de trabajo (1915), la licencia por maternidad (1934), con conservación del puesto de trabajo, los cuidados médicos y los descansos para amamantar, la consideración de especificidades del trabajo nocturno, que obliga a dormir de día. También estuvieron detrás de estas leyes argentinas el socialista Juan B. Justo, Perón en su mejor etapa: en 1945, como secretario de Trabajo, promulgó las vacaciones pagas, el aguinaldo y el salario mínimo vital y móvil, y ya en la segunda presidencia, la ley de convenios colectivos de trabajo para equilibrar el poder en la negociación con los empresarios. En 1957 se incorporaron los derechos laborales al artículo 14 bis de la Constitución: lo redactó Crisólogo Larralde, del ala izquierda y no conservadora del radicalismo. En 1974 se promulgó la ley de contrato de trabajo, que regula a trabajadores en relación de dependencia, entendiendo que son los que tienen menos posibilidad de negociar sus derechos. Su presentación estuvo a cargo del peronista de izquierda Norberto Centeno, encarcelado por la dictadura que derrocó a Perón, y secuestrado y asesinado por la dictadura militar autodenominada “Proceso de Reorganización Nacional”.
En todo el mundo se dio este mismo proceso: en los inicios del capitalismo los niños trabajaban, no había límite para la jornada laboral ni derecho laboral alguno. La promulgación de estos derechos no provino de la empresa capitalista sino de la organización de los trabajadores para reducir la jornada inicial de 16 horas a 14, luego a 12, a 8 y hoy se estudia su reducción a 6.
La derecha propone hacer recortes en los presupuestos de salud, pero los países que menos invierten en gasto sanitario tuvieron hospitales colapsados y enfermos de COVID sin atender. Fue el caso de Rumania, con 5,75 % de gasto sanitario en relación al PIB —9,9 % es la media europea—, con 41 % de vacunados, y Bulgaria, con 7,1 % de gasto y 28,3 % de vacunados, según datos de Eurostat. Todo esto en un contexto de absoluta irracionalidad capitalista con las restricciones a las patentes de las vacunas (La izquierda diario, 2022).
La crisis de la pandemia del COVID hizo que los trabajadores ejercieran presión para hacer “home office” en grandes empresas como Tesla, Apple o Google Maps, que no aceptan la sindicalización. No obstante, cada vez son más las empresas que se sindicalizan. Cuando pueden hacerlo, muchos renuncian a sus trabajos si no encuentran condiciones favorables.
Las diez personas más ricas del planeta duplicaron su fortuna durante la pandemia, mientras que el 99 % empobreció (Sánchez, 2022). Esos diez hombres más ricos acumulan seis veces más riqueza que los 3.100 millones de personas en mayor situación de pobreza.
Derecha e izquierda libran una disputa por el lenguaje: la derecha pretende que la palabra “comunismo” designe a toda corriente que busque el bien común, como cuando el progresista llama facho al que apoya un reclamo de la derecha. El diputado y economista Javier Milei llama “socialistas” a macristas, peronistas y radicales, sin que ninguna de estas corrientes políticas responda a esa denominación. Pero criticar al capitalismo no implica estar a favor del “comunismo”. Es comprensible que algunos se confundan, pero es un error creer que se trata de la única alternativa, salvo que se pretenda dar una definición personal de comunismo, y una definición no puede ser solo individual. Quien critica al capitalismo puede ser libertario de izquierda (anarquista); defensor de un Estado de derecho sin propiedad privada de los medios de producción (el núcleo duro del capitalismo, su esencia), con cooperativas y/o propiedad privada solo de empresas pequeñas; defensor de un socialismo de comunidades muy pequeñas y autónomas como algunos (no todos ni la mayoría) de los kibutzim (granjas colectivas) de Israel, partidario del modelo de economía participativa y de comunas confederadas propuesto por Michael Albert y Robin Hahnel en su libro Parecon (2003), entre otras posibilidades.
Cuando la derecha tiene que postular algún país que oficie como modelo de su propuesta política y económica, a menudo menciona a países que cuentan con modelos de Estado de Bienestar como Canadá, Australia, Suiza, Singapur, Irlanda e incluso los países escandinavos. Y aunque a veces los pongan como modelo por algunas de sus políticas tributarias, como en el caso de Suiza e Irlanda, ignoran que en cuestiones sociales distan mucho de implementar los rasgos típicos del ideal que proponen los partidarios del libre mercado.
La derecha liberal y libertaria postula como modelo a estos países pero al hacerlo contradice su propia convicción sobre la imposibilidad de planificar la economía en forma democrática, ya que estos países sí lo hacen. El economista Javier Milei procura respaldar esta idea invocando el “teorema de Arrow”, según el cual cuando se trata de optar entre diversas alternativas, no existe un procedimiento para derivar de las preferencias individuales un ordenamiento social que respete la autonomía individual y la racionalidad de sus decisiones. Sin embargo, el propio Arrow admitió que la imposibilidad de la planificación democrática que establece su teorema depende de supuestos en buena medida irreales (Astarita, s/f).
Incluso cuando la derecha pone como modelo a Estados Unidos, olvida que, al revés de lo que se supone, gravar a los multimillonarios formó parte de la tradición estadounidense hasta los 80. Roosevelt llegó a cobrarles un 94 % de impuestos para evitar que Estados Unidos fuera aristocrática y excesivamente dependiente de la riqueza heredada como Europa (National Public Radio, 2010). Esto permitió a ese país desarrollar un crecimiento sostenido e igualitario durante cinco décadas. No es que no existieran los ricos, pero los grandes yates y otros lujos por el estilo se hundían en el mar de la tributación progresiva. Profundizaremos en este tema en el capítulo sobre los dudosos índices de libertad económica.
El incremento de la desigualdad en los Estados Unidos no estuvo libre de consecuencias, tal como veremos en profundidad en el capítulo sobre la desigualdad: un estudio mostró que los recortes sociales a la asistencia de dinero en efectivo a los jóvenes cuando cumplen 18 años, eliminada en 1996, aumentó significativamente las posibilidades de que enfrentaran cargos penales en los años siguientes (Oxford University Press, 2022).
Es común hablar de países más o menos desarrollados. Sin embargo, existen brechas significativas dentro de muchos países, incluso en los desarrollados. La expectativa de vida saludable entre las personas más y menos deprivadas alcanza una brecha de veinte años en Inglaterra. Los más pobres tienen una expectativa de vida saludable que merodea los 50 años, y los menos, una que merodea los 70 (The Health Foundation, 2022). Los vecinos del barrio más pobre de San Pablo viven 23 años menos que los del barrio más rico. Los que habitan el barrio Cidade Tiradentes mueren de media a los 58,3 años y los de Alto de Pinheiros, a los 80,9, según el mapa de la desigualdad de 2021 elaborado por la ONG Rede Nossa São Paulo (Galarraga Gortázar, 2022).
Dado que el eje central del libro es el del fracaso de la derecha, dedicaré algunos párrafos a especificar qué entiendo por derecha. La distinción de izquierda y derecha es una forma de simplificar los antagonismos políticos en una sociedad. Como muchos sabrán, ambos términos tienen su origen en la Francia de 1789. Cuando se debatía sobre la futura constitución, los diputados partidarios del veto real (en su mayoría pertenecientes a la aristocracia o al clero) se agruparon a la derecha del presidente, y quienes se oponían a este veto se ubicaron a la izquierda. Desde entonces se asoció a la derecha con el conservadurismo, y a la izquierda con el progresismo, pero la distinción fue tomando nuevos significados en distintas épocas y sociedades.
En este libro vamos a centrarnos en dos ideologías de derecha: el liberalismo económico y el libertarianismo (o libertarismo) de derecha. El liberalismo económico busca liberalizar el mercado y reducir o eliminar las regulaciones estatales. Su proyecto económico se vio reflejado, por ejemplo, en las políticas económicas de Pinochet desde los años 70, y de Thatcher y Reagan en los años 80. En esa época, ciertos economistas chilenos usaron la palabra “neoliberalismo” para criticar el proyecto económico de Pinochet, y desde entonces algunos autores adoptaron este término (Harvey, 2007; Vallier, 2021), mientras que otros usaron la expresión “liberalismo económico” o “liberalismo de libre mercado” para diferenciarlo de otras versiones del liberalismo (por ejemplo, en Estados Unidos se llama “liberal” al Partido Demócrata, que defiende un liberalismo social keynesiano, y “conservador” al Partido Republicano, que defiende un liberalismo de libre mercado). Las medidas que promueve el liberalismo económico son: políticas monetarias y fiscales restrictivas, reducción del Estado (al mínimo necesario para proteger la propiedad y la seguridad), reducción del gasto público, privatización de empresas públicas, desregulación del comercio nacional e internacional y “flexibilización laboral”.
El libertarianismo tiene dos tradiciones: de derecha y de izquierda. Ambas coinciden en que cada persona es dueña exclusiva de sus capacidades físicas y mentales, y nadie puede tener un derecho de propiedad sobre otro. Este es el concepto de “autopropiedad” o propiedad de uno mismo (self-ownership). La diferencia está en sus posiciones sobre la propiedad de los recursos externos naturales o producidos. Los libertarios de izquierda piensan que la propiedad privada de recursos externos debe tener en cuenta un derecho igualitario a los recursos, lo que puede conllevar ciertos tipos de redistribución igualitaria (van der Vossen, 2019; Vallentyne y Steiner, 2000a, 2000b). En cambio, los libertarios de derecha piensan que las personas tienen derechos ilimitados de propiedad privada sobre los recursos externos naturales o producidos, aunque esto genere un aumento de la desigualdad social. El libertarianismo de derecha adopta un ideal anarquista o minarquista (gobierno mínimo), se opone a los impuestos y a toda intervención del Estado, y coloca el valor de la libertad individual por encima de cualquier otro valor con el cual pueda entrar en conflicto.
Aunque el liberalismo económico y el libertarianismo de derecha son ideologías diferentes, una persona puede adoptar ambas a la vez, y definirse como “liberal libertario”.
En el primer capítulo del libro se presenta a las nuevas derechas, se examinan las influencias intelectuales de los libertarios de derecha, entre ellos las del economista Javier Milei, sus principales reclamos y sus marcos éticos, y se analiza cómo el rechazo que genera el feminismo hegemónico conduce a la derecha.
En el segundo capítulo se analiza el significado conspirativo de la expresión “marxismo cultural”, utilizada por diversas figuras públicas y grupos de derecha como Donald Trump, el psicólogo Jordan Peterson, el politólogo e influencer Agustín Laje y el economista Javier Milei.
El tercer capítulo realiza una caracterización del liberalismo político y económico, describe con ejemplos cómo el sistema capitalista tiende a generar oligopolios, y cómo el laissez-faire y la mano invisible del mercado solo beneficia a los “más fuertes”. También muestra cómo la antropología de Thomas Hobbes adoptada por el liberalismo carece de respaldo científico.
En el cuarto capítulo vamos a repasar las ideas con las que el economista Richard Wolff y el filósofo analítico Gerald Cohen cuestionan el núcleo duro del capitalismo, que es la propiedad privada de los grandes medios de producción. Aunque ambos usan categorías marxistas, tienen perspectivas críticas sobre los “socialismos realmente existentes”.
El concepto de plusvalía, controvertido como lo son todos los instrumentos teóricos propuestos por Karl Marx y muy cuestionado por la derecha, resulta necesario para entender una de las principales críticas de las que es objeto la economía contemporánea. En un lenguaje sencillo, sin tecnicismos y con ejemplos, el quinto capítulo examina el concepto de plusvalía y lo vincula con el fenómeno de la explotación.
¿Deben los ingresos ser proporcionales al esfuerzo que realiza cada persona? Quien conteste afirmativamente a esta pregunta debería estar a favor de poner un límite al derecho sucesorio. No hacerlo nos lleva a lo que el economista Michael Albert denomina “el problema del nieto de Rockefeller”, del que hablaremos extensamente en el capítulo seis.
Es muy común que las personas de derecha digan que las clases sociales no existen, que solo hay individuos. En el capítulo siete se examina el debate sobre este tema entre el marxismo y la escuela austríaca de economía, tanto a través de sus autores clásicos (Marx, Weber) como a través de otros más recientes, y se analizan distintas formas de comprender el funcionamiento de la sociedad mediante jerarquías, divisiones y relaciones de clases.
Quienes defienden el libre mercado argumentan que no existe una “teoría del derrame” porque ningún economista académico defiende una teoría con ese nombre. El capítulo ocho plantea que, si bien esto es cierto, no implica que no exista la idea, puesto que muchos creen que las medidas favorables a los sectores privilegiados benefician al conjunto de la sociedad. Es lo que plantea, por ejemplo, la denominada “economía del lado de la oferta”. El capítulo consigna cómo fue evolucionando esta idea a lo largo de la historia de Estados Unidos y cómo no está respaldada por la evidencia empírica.
Uno de los argumentos que utiliza la derecha cuando pretende mostrar que sus ideas políticas son las más adecuadas, es que los países a los que les va mejor son los que califican más alto en los índices de libertad económica de la Fundación Heritage o el Instituto Fraser. En el capítulo nueve mostramos por qué estos índices no miden lo que pretenden medir y resultan engañosos.
Otro de los argumentos que la derecha suele invocar como evidencia de que el capitalismo es un modo de producción exitoso, es que la pobreza habría disminuido significativamente en todo el mundo gracias a ese sistema. Sin embargo, el capítulo diez muestra que se trata de información engañosa que se volvió muy popular gracias a que la divulgaron masivamente Bill Gates y el psicólogo Steven Pinker.
A las grandes diferencias de desigualdad económica, buena parte de la derecha no solo no las considera perjudiciales, sino que las encuentra beneficiosas, e incluso un estímulo para la movilidad social. Sin embargo, tal como se evidencia en el capítulo once, diversos estudios realizados en todo el mundo muestran que incrementan la violencia y el conflicto social.
El capítulo doce explica cómo se van acumulando ventajas iniciales, generando lo que el sociólogo Robert Merton denominó “efecto Mateo”, tanto a través de un ciclo de retroalimentación positiva como a través de uno de retroalimentación negativa.
Desde los inicios de la economía política se procuró entender cuál es la fuente del valor económico y social que aumenta la prosperidad económica y el bien común. Con el tiempo ese debate se concentró en los factores que determinan el precio de las mercancías. Para la derecha, ese valor es meramente subjetivo y depende del que el comprador quiera asignarle. Pero la evidencia científica muestra que el trabajo humano es uno de los factores que determina ese precio. En el capítulo trece se explica en un lenguaje muy accesible qué postularon Adam Smith y Marx en su teoría del valor-trabajo y cuáles fueron las críticas que esta teoría recibió de la escuela marginalista, para la que el precio está determinado solamente por el juego entre la oferta y la demanda, y cuál es la evidencia disponible actualmente sobre el tema.
En el capítulo siguiente, el catorce, se aborda un tema que afecta tanto a la derecha como a la izquierda. Cuando una persona está en posición de poder sobre otra, ¿tiende a abusar de ese poder?
Aunque el libro se concentra en la falta de evidencia empírica de buena parte de las tesis de la derecha, esto no equivale a sostener que la izquierda no haya cometido errores ni que todas sus tesis cuenten con respaldo empírico. En el capítulo quince se plantean críticas a la izquierda progresista y a la izquierda “clásica”, que defiende con ligeros “retoques” regímenes como el soviético y el chino. El propósito no es demostrar el “fracaso” de la izquierda, sino, por el contrario, aportar ideas para construir una izquierda libre de sus errores pasados y científicamente informada.
El capítulo dieciséis está consagrado a las conclusiones.
No hay palabras que puedan expresar el tamaño de mi agradecimiento a Gerardo Primero por las innumerables ideas que aportó a este libro, por su lectura cuidadosa, sus críticas y los debates que propició en relación a ciertos temas, y su paciencia y meticulosidad a la hora de corroborar y completar las citas académicas. La precisión que aportó a este libro, proveniente de su especialización en Filosofía de la ciencia, contribuyó a mejorarlo sustantivamente. Los errores que pudieran encontrarse son de mi entera responsabilidad.
Por último, mi agradecimiento a la editora de este libro, Carolina Di Bella, por confiar en el proyecto y por su fértil lectura del original.
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Bibliografía
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