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Textos breves 1

En esta página pueden encontrar fragmentos del libro de Roxana 
"La vuelta al mundo con filosofía" (2016)

​1. Hacer una valija

2. La lección de filosofía del boxeador

3. Felicidad o sentido de la vida

4. La filosofía según Kant Understand

5. La necesidad de reconocimiento

6. ¿Qué es la filosofía experimental?

7. ¿Facebook nos acerca demasiado?

8. El silogismo impráctico

9. El "efecto Mateo"


1. Hacer una valija

Hacer una valija es un ejercicio filosófico. Elegir algunas cosas. Renunciar a otras. Aligerar la carga. Vaciarse para dar lugar a nuevas experiencias. Desapegarse. Intuir adversidades. Correr riesgos. Estar en situación de perderlo todo.

La primera vez que hacemos una valija la llenamos de cosas prescindibles. Llevamos quince prendas y usamos dos. Cargamos diez libros pero leemos uno. Al llegar a destino hay tantos objetos de más que difícilmente encontremos algo. Si buscamos el repelente aparecen las pastillas para el dolor de garganta. Si necesitamos algodón nos topamos con las polainas. Hacer las valijas también forma parte del viaje. Es un arte, y de los más arduos. Aunque no iniciemos un viaje, todos deberíamos hacer una valija de vez en cuando. Prescindir de lo superfluo e introducir en ella lo que más nos importa en la vida: los afectos, las experiencias que repetiríamos una y otra vez, los ideales, la música, los aromas, los sabores, los pequeños gestos.

Y no deberíamos perderla de vista. Ninguna otra persona nos la puede robar. Yo todavía no aprendí a hacer bien una valija. Pero la de este año es mejor que la del anterior. Tiene menos objetos, más espacio. Hacer las valijas también forma parte del viaje. Es un arte, y de los más arduos. Platón sugirió que filosofar es aprender a morir. Mejor sería que consistiera en hacer bien una valija.


2. La lección de filosofía del boxeador

A Sebastián “el Gaucho” Heiland lo declararon vencedor en una pelea por puntos y, cuando le levantaron el brazo en señal de victoria, proclamó que el ganador era su rival. “Yo no gané, ganó él”, dijo el boxeador mientras levantaba el brazo de Sergio Sanders. Para la mayoría, se trataba de un empate, para algunos había ganado Sanders, y para muy pocos Heiland era el vencedor.

A juzgar por las conductas ventajeras que desfilan ante nuestros ojos cotidianamente, el gesto de Heiland es sorprendente y merece ser divulgado, incluso más allá del juicio que nos merezca la práctica del boxeo en sí misma. Imitar una buena acción puede ser más útil que leer varios tratados de filosofía.

Si la admiración por un gesto semejante nos hace considerarlo propio de otro mundo, difícilmente lleguemos a reconocer que todo ser humano tiene disposiciones que le permiten actuar con justicia en favor del bien común, incluso cuando no las ejercite con frecuencia. Recientes investigaciones de Dan Ariely, reflejadas en su libro Por qué mentimos, revelan que la mayor parte de las personas hacen un poco de trampa cuando tienen ocasión. Por ejemplo, se quedan con una birome que no es suya, o con un pequeño vuelto. Una minoría trampea a lo grande, y otra procede de acuerdo a las normas establecidas. ¿Por qué la mayoría hace solo “un poco” de trampa? Según Ariely, porque todavía nos importa la imagen que tenemos de nosotros mismos. Esa dignidad que para Heiland tenía un único pero valioso espectador: su propia conciencia.

Su “fracaso” fue una oportunidad para cultivar la justicia, la más excelente de las virtudes. Por eso declaró: “Yo aprendo más con las derrotas que con las victorias y le quiero decir la verdad a mi gente”.

Su gesto revela otra disposición que está presente en todos nosotros: aunque creemos que preferimos los atajos, las recetas fáciles, a menudo optamos por el esfuerzo y no nos gusta que nos regalen nada. ¿Si no, cómo se explica que los alpinistas prefieran llegar a la cima de la montaña y no comprarse una postal con el mismo paisaje? ¿Cómo se entiende que, tal como muestran diversas investigaciones de las que da cuenta Mihály Csíkszentmihályi en su libro Fluir, la mayor parte de las personas disfruten más con una tarea que les plantea un desafío óptimo que con una actividad pasiva como tomarse un trago mirando el mar?

El gesto de Heiland podría inspirarnos para ser imparciales allí donde la conveniencia, el amor propio o las afinidades distorsionan nuestro juicio. Por ejemplo, cuando criticamos el afiche del candidato que no nos gusta y jamás el del que hemos de votar. O cuando desestimamos un proyecto de ley solo porque lo promueve un partido que no goza de nuestra simpatía, no apoyamos una idea solo porque no se nos ocurrió a nosotros, no aceptamos que una crítica es una oportunidad para enmendar errores, no nos disculpamos para no reconocer abiertamente una falta o cuando nada que provenga de una persona que hirió nuestro amor propio nos parece aceptable.

En toda transacción, ser justo implica ponernos en el lugar del otro con todo lo que sabemos y decidir si la aprobaríamos. Es cumplir con las condiciones que habrían podido consentir los iguales, ya que cuando las leyes promueven el beneficio común, lo que llamamos justicia es lo que tiende a producir o a conservar el bienestar de una asociación política.

La derrota del boxeador es la victoria del hombre. Porque no son los puñetazos sino las virtudes las que nos permiten ejercer plenamente nuestro oficio humano.


3. Felicidad o sentido de la vida

En Occidente estamos acostumbrados a pensar que la felicidad es el fin último de todas las acciones. Nuestro ideal es el de ser todo lo felices que podamos. Algunos lo postulan de manera extrema y sostienen que ser feliz es “nuestro deber”.

Si entendemos por felicidad la presencia reiterada de emociones positivas tales como la alegría, la gratitud o el placer, de hecho lo que buscamos —y quizá lo que deberíamos buscar— no es la felicidad sino un sentido para la vida. Muchas de las cosas que hacemos demandan de nosotros esfuerzos considerables, sacrificios mayúsculos incluso, sumados a dosis extraordinarias de displacer. Sin embargo, otorgan sentido a nuestras vidas. Traer hijos al mundo, aprender algo complejo, ensayar una comida nueva y tropezar con toda suerte de dificultades por el camino, consagrarse a un ideal político, escalar una montaña en condiciones climáticas adversas: todas estas son experiencias que conllevan altas dosis de emociones negativas y, sin embargo, son desarrolladas porque dan sentido a la vida.

Un estudio experimental (Koffer y Coulson, 1971) muestra que, a excepción del gato, la mayoría de los animales prefiere realizar un esfuerzo para obtener la comida en lugar de esperar pasivamente a que aparezca. Este impulso otorga una percepción de control y no se vincula necesariamente con las emociones positivas.

Por influencia del budismo, en Oriente las personas crecen en la consciencia de que el sufrimiento es parte inevitable de la vida. No se sienten presionadas para ser felices y, esperando menos, tal vez obtengan más.

Un libro escrito por la periodista norteamericana Barbara Ehrenreich sintetiza en su título la crítica al lado negativo —y, por tanto, paradójico— del pensamiento positivo: Sonríe o muere. El optimismo nos vuelve más saludables y nos permite vivir más años. Es fantástico, siempre y cuando no distorsione nuestro juicio, no nos haga subestimar el síntoma de la enfermedad, no nos conduzca a la bancarrota ni nos haga sentir miserables porque no estamos buena parte del tiempo brincando de alegría.

Pensar en la felicidad como el “bien supremo” al cual están destinadas todas nuestras acciones es valioso si por felicidad entendemos una satisfacción general con la propia vida, y si somos conscientes de que este contento a menudo supone incomodidades, molestias y fastidios varios. Los estudios científicos sobre la felicidad que se están desarrollando en todo el mundo, y que aportan información tan valiosa desde las neurociencias y la psicología experimental, tal vez deberían reemplazar la pregunta “¿Se siente feliz?” por “¿Su vida tiene sentido?”


4. La filosofía según Kant Understand

Para resolver el arduo problema que plantea el artículo anterior, la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel a Kant Understand por su libro ¿Qué diablos quiso decir el filósofo?, un trabajo que muestra cómo a lo largo de la historia algunos filósofos han persuadido exitosamente a su audiencia de que las estupideces que dicen en realidad son grandes ideas. Kant Understand analiza frases como “La nada nadea”, de Martin Heidegger, a la que cuestiona que un cuantificador como “nada” pueda ser tratado como si fuera una cosa o un sujeto que desarrolla acciones (“nadear”). También desmenuza una frase de Hegel que dice: “Si el Ser y la Nada tuvieran una cierta determinación, serían un cierto Ser y una cierta Nada, no el puro Ser o la pura Nada como todavía son acá”. Y otra de Derrida, que dice: “Comenzaré: es otra manera de decir que haré todo lo que pueda para reducir el deslizamiento”.

Kant Understand descubrió el significado de la frase de Gorgias, el sofista, cuando dijo “Nada existe, y si algo existe, no podemos conocerlo, y si podemos conocerlo, es imposible comunicarlo”.

Los filósofos solipsistas postularon que el mundo es una emanación de nuestra mente. ¡Como si se tratara de una fantasía sexual! Algunos filósofos se han convencido a sí mismos de que no existen y —¡peor!— han convencido a otros de que no existen. Bert Christensen imaginó la etiqueta de un producto comercial escrito por un filósofo solipsista: “El consumidor debería saber que él podría ser la única entidad en el universo y, por lo tanto, si el producto tiene algún defecto, la culpa es suya”.

El argumento ontológico de San Anselmo, que Descartes repite, es muy estúpido: Dios debe existir porque puedo pensar en un ser dotado de todas las perfecciones, incluyendo la de la existencia. Confunde existencia en el pensamiento con existencia en la realidad. ¡Como si pensar en Richard Gere fuera lo mismo que estar en la cama con Richard Gere! ¡O como si pensar en ganar un millón de dólares fuera lo mismo que ganar un millón de dólares!

Kant Understand observó que todos esos conceptos dejan al lector perplejo, confundido, es decir, con lo que algunos juzgan “un profundo espíritu filosófico”. Sugiere que ciertos filósofos querrían crear un lenguaje completamente nuevo e imponérselo al resto de la sociedad. Pero como todos hablarían del mismo modo, lo encontrarían demasiado vulgar y crearían otro lenguaje con el mismo fin, pero entonces nuevamente todos hablarían igual y lo encontrarían demasiado vulgar, lo que los llevaría a crear un nuevo lenguaje, y así indefinidamente. La generación de términos oscuros es como la contraseña de las casillas de correo o de las cuentas de banco en internet: hay que cambiarlas cada mes para complicar las cosas innecesariamente.

El problema se agrava cuando el filósofo se contradice a sí mismo a lo largo de su vida. Porque, por ejemplo, cuando finalmente entendimos qué quiso decir el primer Husserl o el primer Derrida, el segundo lo contradice y hay que volver a descifrarlo.

Como señaló Voltaire, cuando el orador no sabe de qué habla y el que escucha no entiende lo que se dice, podemos afirmar: “Eso es metafísica”. Jorge Luis Borges la consideró un capítulo de la literatura fantástica. Y Cioran dijo que era como una religión, pero más estúpida.

 La semana pasada un amigo fue a oír a un filósofo. Me llamó apenas salió de la charla y preguntó: “¿Es realmente bueno? ¡Porque pude entender todo lo que dijo!”

Apenas terminé la facultad yo estaba muy influida por los pensadores oscuros. Recuerdo que un día en casa sonó el teléfono y alguien dijo:

—¿Quién sos?

—No lo sé — respondí—, hace rato que me lo pregunto. No sabría qué responder. Y vos, ¿quién sos?

Mi interlocutor colgó. Hay personas muy valientes para formular preguntas pero demasiado cobardes para responderlas.

¿Por qué esos filósofos son tan oscuros? ¿Es porque la oscuridad es irrefutable, porque imitan a otros que escribieron de esa manera, como una mala traducción del alemán, porque quieren diferenciarse del resto de la gente, o porque ser oscuro es una forma de ser snob? ¿O es que son como una idishe mame, que encuentra un problema para cada solución?

“¿Por qué la escritura académica apesta?” (Why academic writing stinks?), se pregunta el psicólogo Steven Pinker en su libro The Sense of Style (El sentido del estilo). ¿Por qué predominan las abstracciones huecas, (en palabras de Pinker) el “lodo verbal”? Algunas respuestas provendrán de los mecanismos cognitivos con los que tratamos de organizar y articular pensamientos complejos.

Pinker sostiene que los académicos ocupan demasiado espacio en cuestiones irrelevantes como: 1) abrir el paraguas frente a cualquier ataque futuro, como si en un libro de recetas empezáramos definiendo qué es un huevo, 2) anunciar el orden de lo que escribirán; 3) sumergirse en las obsesiones de sus colegas, señalando quiénes estudiaron qué antes, según la escuela a la que pertenecen (narcisismo profesional), 4) pedir disculpas porque van a escribir sobre algo muy complejo, 5) utilizar matizadores (“casi”, “aparentemente”, “relativamente”, “bastante”, “en parte”), cuando mejor sería decir “el 90% piensa que...”, 6) confundir a las abstracciones con la cosa misma, tornándose incapaces de llamarlas por su nombre (“La reducción de los prejuicios” se convierte en “el modelo prejuicio-reducción“; “llamar a la policía” se convierte en “abordar este tema desde una perspectiva de aplicación de la ley”), 7) no molestarse en explicar porque ellos saben mucho sobre el tema y suponen que el otro también (maldición del conocimiento). Sugiere, por ejemplo, evitar las abreviaturas porque hacen perder mucho tiempo al lector.

La educación formal no nos enseña a escribir bien, señala, y así, “estamos haciendo perder tiempo al otro, sembrando la confusión y el error, y convirtiendo a la propia profesión en un hazmerreír”.

Otro problema es que buscando la verdad muchos filósofos se olvidan del valor de la relevancia. Investigan temas triviales, o fragmentan sus tópicos hasta diluirlos tanto que parecen drogas homeopáticas: solo agua y ningún elemento significativo. Pretenden saber más y más sobre menos y menos, y un día sabrán todo sobre nada.

Peter Boghossian sostiene que pese a haber terminado la carrera de filosofía, cuando va a los congresos no entiende lo que dicen, los ponentes hablan de temas irrelevantes, analizan un pequeño pasaje, de otro modo no recibirían becas. Los que oyen están completamente aburridos, resignados a no entender.

El tercer problema se vincula con el principio de autoridad. La filosofía nació por oposición al principio de autoridad. Su tarea es la de pensar en forma autónoma, reconociendo que algo es verdadero o falso por evidencia y razón y no porque, por ejemplo, una autoridad política o religiosa así lo asegura. A lo largo de la historia de la cultura, la filosofía ha dado evidencias de pensamiento independiente. Pero también ha estado basada en el principio de autoridad. Filósofos de primera línea han sido apreciados por sus errores.

Aristóteles creía que las mujeres tienen menos dientes que los hombres. Bertrand Russell señaló que dado que el filósofo griego se casó dos veces, es probable que nunca le haya abierto la boca a ninguna de sus dos mujeres para ver qué tenían adentro. Es un buen ejemplo de la inutilidad de la filosofía cuando rehúsa evaluar las evidencias y salta a las conclusiones con prejuicios.

Hoy la mayor parte de la filosofía académica es llevada adelante por viudas y viudos que honran durante toda su vida la memoria de su filósofo favorito. Gran cantidad de proyectos de investigación y de seminarios llevan títulos como “El concepto de A en el filósofo B”. Es como si estuvieran siempre montados a caballo de la autoridad de otros filósofos. A propósito, esta idea pertenece a un filósofo: Schopenhauer. Así es como la filosofía pierde significado y deviene una forma más de religión, un culto medieval y fetichista a la personalidad.

Cuando un filósofo cita y dice que, para Kierkegaard, las personas melancólicas tienen más sentido del humor, ¿acepta esta idea porque su intuición le dice que es correcta o porque confía en la autoridad de un filósofo? Es posible contrastar esa intuición. Podría estar equivocada. Por ejemplo, Epicteto sostuvo que para el bienestar es suficiente con tener una visión acertada sobre las cosas, más que pretender que las cosas sucedan como queremos. Son las ideas que nos formamos sobre las cosas lo que nos hace sufrir, sostenía. Como ya mencionamos, gracias a las investigaciones de Jonathan Haidt publicadas en La hipótesis de la felicidad, sabemos que esto es básicamente cierto, pero que también son necesarias en promedio otras condiciones objetivas, por ejemplo, contar con dos o tres afectos cercanos y no ser indigente.

Hasta ahora, la filosofía ha estado basada fundamentalmente en intuiciones, aunque también se ocupó de otras prácticas como el análisis de conceptos o la exploración del sentido común. La filosofía es un diálogo entre generaciones. No importa quién dijo qué sino qué ideas valiosas nos permiten comprender y transformar el mundo.


5. La necesidad de reconocimiento

A comienzos de los ‘90 Alan Conway se hizo pasar por Stanley Kubrick. Convenció a distintas figuras de que él era el laureado director de cine. Les prometió roles en sus películas y entrevistas exclusivas. Hacía quince años que Kubrick no se mostraba en público. Conway aprovechó esta circunstancia para hacerse pagar fastuosas cenas y para obtener favores sexuales, pese a no ser físicamente muy parecido al original, y no saber demasiado sobre su filmografía.

Había nacido en Inglaterra, y a los doce años fue encerrado en una prisión para jóvenes. Ya entonces fingió ser un judío polaco que sobrevivió a los campos de concentración. Durante los ´90 se enamoró de un hombre y abandonó a su esposa. Más tarde su amante murió de sida y Conway se transformó en adicto al alcohol. Frank Rich, un reconocido crítico del New York Times, cayó en la trampa cuando en un restaurant invitó al falso Kubrick a sentarse a su mesa, seducido por la posibilidad de hacerle una entrevista exclusiva. Conway le reprochó que en una nota lo hubiera tratado de “recluso”, y le informó que a partir de su artículo había decidido afeitarse la barba.

Cuando Kubrick supo que alguien estaba tratando de hacerse pasar por él, se sintió fascinado por la idea. Anthony Frewin, su asistente personal, escribió el guión que en el año 2006 daría lugar al film “Colour Me Kubrick”, de Brian W. Cook, protagonizado por John Malkovich y basado en la historia de Conway.

El tema que nunca aparece cuando se aborda la problemática del usurpador de identidad es el del esnobismo de quienes profesan una exagerada admiración por los sujetos famosos. El imitador es condenado pero el cholulo que adora codearse con individuos distinguidos y elegantes jamás recibe una crítica. Algo similar ocurre con la prostitución, cuando se responsabiliza a la mujer y no al hombre que le paga, tal como advirtió Sor Juana Inés de la Cruz con el “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis”. En el campo argentino un refrán resume esta idea: “No tiene la culpa el chancho sino el que le da de comer”.

La usurpación de la identidad de otro ser humano es (con justicia) un delito. Sin embargo, nadie merece la excesiva fama con que premiamos a nuestros ídolos. Conlleva demasiadas atenciones para una sola persona y a menudo es una forma más de la incomprensión.

Conway no solo robó cenas y favores sexuales. Obtuvo algo inmaterial y más valioso: el reconocimiento que —a diferencia de la fama— todo ser humano merece.

Hollywood transformó su historia en millones de dólares, en más fama y en legítimo reconocimiento para otros.

El azar permitió que estos dos hombres compartieran algo más que su honra: Conway murió de un infarto en 1998. Kubrick (el auténtico) falleció pocos meses más tarde. Ninguno de los dos mereció enteramente su destino.


6. ¿Qué es la filosofía experimental?

Imaginá que los neurocientíficos diseñan una máquina que nos hace creer que vivimos buenas experiencias: si ingresamos a ella, nuestras relaciones interpersonales serían inmejorables, todos nos admirarían y respetarían. Pero nada de esto nos pasaría realmente. ¿Ingresarías a la máquina? Cuando Felipe de Brigard hizo este experimento, la mayor parte de las personas respondían que no. Los filósofos a menudo sugieren que hay algo más en la vida que simplemente experimentar la felicidad, que hay algo importante que surge del hecho de estar conectado a la realidad.

Ahora imaginá lo inverso: viene alguien y te dice que tu vida actual es una entera ilusión. Años atrás unos neurocientíficos te pusieron en una máquina para que sintieras esta vida como real. Podés elegir si te quedás en esta vida o volvés a la real. Pensá por un momento: ¿qué harías? Felipe de Brigard llamó a este experimento “el reverso de la máquina de la experiencia”. La mayor parte de las personas preferían quedarse en la máquina. La conclusión que sacamos en el primer experimento es que la autenticidad importa. Pero en el segundo la conclusión es que las personas tienden a permanecer en el tipo de vida que llevan. ¿Llegarías a la misma conclusión sobre el experimento de la máquina de la experiencia?

Esta investigación es una de las que desarrolla la filosofía experimental, una corriente que comenzó a tomar cuerpo en la Universidad de Yale a comienzos del siglo XXI, e intenta combinar la indagación filosófica tradicional con la investigación empírica sistemática. La idea básica es que podemos hacer progresos filosóficos realizando estudios experimentales. Se investiga cómo piensa la gente común (cómo son sus intuiciones) y los experimentos son parecidos a los que se llevan a cabo en psicología social o en las ciencias cognitivas (estas últimas consisten en el estudio interdisciplinario de las facultades cognitivas, un diálogo en el que participan la psicología, la filosofía, las ciencias de la computación, la robótica, las neurociencias, disciplinas relacionadas con el estudio del conocimiento). Algunos de estos estudios piden respuestas a preguntas sobre escenarios hipotéticos.

Ahora imaginá que un empleado le dice a un empresario “tenemos un proyecto, será muy lucrativo, pero dañará al ambiente”, y el empresario responde “no me importa que dañe el ambiente, solo me interesa que sea lucrativo”. El proyecto se lleva a cabo, es lucrativo, y daña al medio ambiente. Pensá un momento: ¿dirías que el daño fue intencional por parte del empresario? Un 82% respondió que sí.

Joshua Knobe hizo esta investigación en 2003, en un parque de Manhattan, procurando investigar la atribución de intencionalidad, un tema que pertenece al área de la teoría de la acción.

Luego se cambió la historia, reemplazando “dañar” por “beneficiar”. Imaginá que el empresario dice “no me importa que beneficie el ambiente, solo me interesa que sea lucrativo”. Su acción es lucrativa y beneficia al medio ambiente. ¿Qué responderías ahora? ¿Dirías que el beneficio del medio ambiente fue intencional por parte del empresario? En este caso solo el 23% respondió que sí. Knobe mostró evidencia empírica para sostener que el aspecto moral de las consecuencias de la acción influye en la evaluación de aspectos no-morales (por ejemplo, juzgar si la acción es intencional o no lo es). Este uso de datos empíricos generalmente se considera como ampliamente opuesto a la metodología filosófica tradicional, que se basa principalmente en justificaciones a priori, propias de lo que los filósofos experimentales llaman “filosofía de sillón”.

Podríamos preguntarnos si esto es filosofía, porque solemos creer que la filosofía trata sobre temas abstractos y no sobre cómo piensan las personas. Los filósofos experimentales consideran que haciendo esto podemos descubrir cosas interesantes sobre cómo piensan los seres humanos. Si lo sabemos, avanzamos en la consideración de si deberían confiar o no en esos pensamientos.

El movimiento es una rebelión contra la oposición dicotómica entre filosofía y psicología. Los artículos son publicados en las revistas más calificadas de filosofía y psicología científica. Tradicionalmente la filosofía ha estado enfocada en cuestiones sobre la condición humana, sin acentuar las diferencias con la psicología, la historia o la ciencia política. La filosofía experimental trata de volver a esa tradición. La diferencia que tiene con los filósofos antiguos es que sostiene que para averiguar cómo en efecto piensan las personas se deben desarrollar estudios experimentales, ya que no necesariamente los seres humanos piensan sobre ciertos temas como los filósofos han creído hasta ahora.

La filosofía experimental no es la primera en fijarse cómo piensan las personas. Antes ya lo hizo la filosofía analítica con el “análisis de conceptos”. La diferencia es que los filósofos analíticos no realizaban estudios experimentales. Knobe y otros investigadores subrayan que en los comienzos del siglo XX el auge de la filosofía analítica hizo disminuir el interés en cuestiones sobre cómo funciona la mente y focalizó en problemas más técnicos que envuelven el lenguage y la lógica. El análisis conceptual postula “en este caso uno diría...”, mientras que la filosofía experimental sostiene “en este caso un 79% dice...”. Una objeción que a menudo recibe esta corriente es que no importa solo conocer las intuiciones de las personas, sino establecer juicios sobre lo que está bien o mal. Pero la filosofía experimental no niega lo segundo, solo dice que lo primero puede servir para complementar y favorecerlo. Lo que le interesa no es el porcentaje de gente que intuye de cierta manera sino por qué, y el proceso cognitivo subyacente.

En sus comienzos, la filosofía experimental se enfocaba en cuestiones relacionadas con las diferencias interculturales. Posteriormente, siguió expandiéndose a nuevas áreas. Trabajos más importantes esperan ser desarrollados en el futuro.


7.  ¿Facebook nos acerca demasiado?

Quizás hayamos ido demasiado lejos exhibiendo en Facebook nuestras convicciones sobre (casi) absolutamente todo. Nunca supimos con tanto detalle qué música escuchan nuestros conocidos, por quién votan, con cuánto fanatismo expresan sus convicciones políticas, si creen en el horóscopo, en la homeopatía, en el feng shui, si cada uno de los chistes que cuentan coinciden o no con los que nos arrancan una carcajada, si juzgan o no relevantes sus experiencias cotidianas más minúsculas. Nunca antes habíamos invadido a nuestros conocidos y a nuestros amigos con pensamientos que a las dos horas de ser publicados nos parecen muy estúpidos, ni con la publicidad de nuestras charlas, recitales, obras de teatro y manifestaciones políticas de todo color.

Ya sabemos que Facebook crea magníficas comunidades de intereses y que permite ligar a las personas de una forma antes impensada. Pero quizá no seamos tan conscientes de que al acercarnos, Facebook subraya nuestras diferencias como nunca antes.

Preferiría no enterarme de muchas de las cosas de las que me entero por Facebook, y no dudo de que muchas personas que me leen preferirían no saber qué pienso sobre gran cantidad de asuntos mundanos. Sé que hay algunos que dejaron de venir a mi Café Filosófico por mis ideas políticas, y a mí me llena de satisfacción saber que no estoy tan pobre ni soy tan cobarde como para guardar mis ideas bajo la alfombra. No dejo de sentirme agradecida: por no tolerar el disenso a Sócrates lo condenaron a tomarse la cicuta. Para mí es mucho más fácil porque se conforman con borrarme del Facebook o de sus actividades de fin de semana. Y no es que me atribuya el talento de Sócrates, solo estoy diciendo que mostrar nuestras ideas tiene un costo. Facebook posee, como todo en la vida, un lado oscuro: con frecuencia nos acerca demasiado y lo que vemos no nos gusta. ¿Cuál es la solución? ¿Cerrar la cuenta? ¡No! Asumir cada grieta como un desafío a nuestra capacidad de aceptar las diferencias, argumentarlas llegado el caso, y tener en cuenta que por escrito, aún con la presencia de emoticones, faltan los gestos, la sonrisa, la forma de matizar lo que se dice y la experiencia compartida. En síntesis: que Facebook no separe lo que la vida unió. Seamos conscientes de que se puede ser duro con las ideas y blando con las personas, que discrepar no implica la muerte de nadie. Ejercitemos nuestro espíritu democrático en las redes sociales, conviviendo sin agraviar, entendiendo que abrirse a la perspectiva de los demás puede ser valioso, aún cuando no estemos de acuerdo.


8. El silogismo impráctico

Propongo una nueva categoría para el razonamiento: el silogismo impráctico. El silogismo práctico tiene básicamente la siguiente estructura:

1. Deseo o es necesario X.

2. Puedo lograr X por tales y cuales vías Y.

3. Conclusión: la acción misma de hacer X.

Es decir que en el silogismo práctico la conclusión es la acción misma. (Algunos lógicos cuestionan que la conclusión de un silogismo pueda ser la acción misma y dirían que es: 3. “Haré X”). En el silogismo impráctico, 1 y 2 son iguales que en el práctico, pero en 3 hay inacción, o una conducta relativa a otro deseo o a otra necesidad. Se diferencia de la mentira o del autoengaño en que la persona cree firmemente que obrará acorde con sus pensamientos, pero finalmente no hace nada, o hace otra cosa. Y se diferencia de la akrasia (o debilidad de voluntad) en que el silogismo impráctico es mucho más abarcador. Además de la debilidad de voluntad, incluye, por ejemplo, la negligencia, el poder inmovilizador del hábito, la procastinación (la costumbre de posponer) y la legitimación fáctica (no declarativa) del statu quo. Ejemplos:

1. Es necesario ordenar el placard.

2. Tengo tiempo para hacerlo el miércoles a las 17hs.

3. Inacción.

1. Es necesario resolver el problema de la inseguridad.

2. Tales y cuales son los medios para lograrlo.

3. Inacción.

El marido que se compromete a lavar los platos, dice “ya voy” y no va, es preso del silogismo impráctico. La mujer le informa que la montaña de platos ya llegó al techo. El hombre razona:

1. Es necesario lavar los platos.

2. Lo haré cuando termine de responder estos emails.

3. Inacción.

Estas conductas han sido descriptas profusamente en la literatura filosófica y psicológica, pero hasta donde sé no habían sido clasificadas con una categoría específica. Nos conviene conocer más de cerca —y desde la perspectiva de diversas disciplinas— este tipo de comportamiento que todos en mayor o menor medida solemos desarrollar, porque es responsable de muchas formas del conservadurismo. Sin ir más lejos, yo misma soy víctima en este momento del silogismo impráctico, ya que urge que haga otra cosa y aquí estoy, dando testimonio público de mi ineptitud.


9. El “efecto Mateo”

Al favorecer la desigualdad, el capitalismo promueve el llamado “efecto Mateo”, un término utilizado por primera vez por el padre de la moderna Sociología de la Ciencia, Robert Merton. El “efecto Mateo” consiste en favorecer al que ya le va bien y en perjudicar todavía más al que le va mal. La denominación surgió de la célebre cita de la Parábola de los Talentos en el libro de Mateo del Nuevo Testamento, que en el versículo 29 dice: “Al que más tiene más se le dará, y al que menos tiene, se le quitará para dárselo al que más tiene (Mt,14-30)”.

Una persona sobresale por acumular mayor cantidad de un determinado valor. Se la empieza entonces a sobrevalorar y se eclipsa al resto. Pero a quienes atesoren poco valor en una determinada categoría, se los relegará al último lugar, se los marginará y desechará. A veces estas personas son desposeídas de recursos materiales, y a veces de recursos psicológicos y sociales. En contraste con este esquema a través del cual se le da más al que le va mejor, y no se ayuda o se perjudica al que le va peor, las estructuras participativas e igualitarias facilitan la cooperación y reducen las consecuencias negativas.

Como en ciertos ámbitos los bienes de consumo son las "credenciales aceptadas", los "distintivos de autoridad" de las élites sociales, a la persona o entidad que es percibida como más pudiente se le otorgan más beneficios y ventajas mientras que al que es percibido como pobre o en fase de empobrecimiento, le son negadas. Ese mecanismo no hace más que aumentar la brecha entre los que más y los que menos tienen.

Lo mismo ocurre con el capital simbólico, es decir, con el reconocimiento, los títulos y los premios. Una persona es premiada y se le brindan todos los honores y beneficios personales, sociales y psicológicos, eclipsando al resto. Intuitivamente, para atenuar el efecto Mateo, los concursos dan también un segundo premio, medallas, diplomas y premios consuelo de distintas clases. Efectos equivalentes se producen en los procesos electorales o en el ámbito del mercado.

Al “efecto Mateo” se lo conoce como “efecto bola de nieve” en el lenguaje cotidiano, y en contextos económicos y empresariales se lo denomina “efecto riqueza” y “efecto acumulativo”. En una estructura piramidal y competitiva hay una sola persona que es catalogada como la mejor, con lo que acapara todos los beneficios, y los demás resultan perjudicados en comparación con ella.

Un par de ejemplos. (1) Se otorgan créditos para la compra de viviendas solo a los sectores medios de la población que pueden pagarlo, dejando afuera a las personas en situación de pobreza, que han recibido en términos generales menos beneficios por parte de la sociedad.

(2) Solo los trabajadores en blanco reciben subsidios del Estado bajo la forma de asignaciones familiares, mientras que los hijos de los que trabajan en negro, que pertenecen a los sectores más desfavorecidos, no reciben nada.

Al que le va mejor se lo premia, al que le va mal se lo castiga activamente o por omisión. Gran cantidad de mecanismos como estos benefician sobre todo a las clases altas y medias y las desigualdades se amplían. En el contexto de un modelo de Estado de Bienestar, en lugar de redistribuir se realizan transferencias de renta entre ciudadanos de un mismo estrato social. De esta manera el Estado no es la institución que vela por el interés de todos o de la mayoría, como pretende, sino una instancia reafirmadora de la desigualdad. Cualquier sistema que pretenda beneficiar a la mayor parte de sus participantes deberá evitar la estructura piramidal y atenuar o eliminar la posibilidad de que se produzca el “efecto Mateo”. El sistema participativo y cooperativo es opuesto al sistema piramidal, porque todos resultan igualmente beneficiados. En una estructura piramidal uno o unos pocos salen beneficiados y a los demás no se les reconoce su valía, con lo que se facilita que cada observador perciba al que está arriba como el más capaz o incluso como el único.

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